Imposición de manos
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   Gesto y postura de las manos de una persona sobre otra con un determinado significado suprasensorial. En muchos pueblos y entornos culturales es el gesto simbólico de un buen deseo, de una transmisión de poder espiritual, de una influencia, orden o misión que se confía.
    En la Iglesia católica es signo litúrgico de bendición y de acogida, o de transmi­sión de una misión o de una gracia espiritual. Es el signo sensible del sacramento del orden sacerdotal.
    Pero su base viene de la cultura judai­ca y aparece con frecuencia en el Anti­guo y en el Nuevo Testamento.
    En el Antiguo se alude a ese gesto ya desde las primeras páginas sagradas: Ex. 29.10; Num. 8.12; Lev. 24. 14; Deut. 13.14. Luego se repite en diversos rela­tos: Salmo 139.5; 2 Rey. 13.16.
    En el Nuevo aparece como gesto de Jesús que cura imponiendo las manos: Mt. 19.13; Mc. 5.23 y Mt. 9.18; Lc. 4. 40. Y sobre todo se hace referencia a él en las Cartas y en los Hechos: Hech. 8. 17-19; Hech. 9. 12; Hech. 19. 6; 1 Tim. 4.14; Hebr. 6.2; 2 Tim. 1.6)
    Luego se mantiene en los primeros tiem­pos cristianos. Desde la Edad media queda relegado en Occidente a diversos gestos sacramentales, aunque en Oriente se mantiene como signo de bendición de despedida o de envío. Con todo en Occidente algunos movimientos neocatecumenales, pentecostales o carismáticos entre los católicos lo recuperan en sus ritos peculiares y en sus formas distintivas de plegaria y de relación interpersonal habitual.
    En la liturgia latina se indica como gesto asociado a las bendiciones solem­nes o impartidas por las jerarquías ecle­siales. Con todo el pragmatismo occidental convierte este gesto ya desconocido en algo inex­presi­vo para la mayor parte de la gente, aunque sea creyente y tenga cierta cultura religiosa.
    Por eso es dudoso que merezca la pena resaltar su importancia históri­ca en las catequesis ordinarias o sacralizar dema­siado un signo que no goza de simpatía por el uso frecuente o la significación clerical o jerárquica que con frecuencia resulta neutra en una cultura más demo­crática o secular como la que invade tantos ambientes, sobre todo juveniles.